domingo, julio 05, 2015

El amor en estos tiempos

- ¿Cuándo fue la última vez que la viste?
- Nunca la vi. Nunca antes la había visto. 
- No sé si ya te había dicho lo mal que me caes cuando hablas así, todo enigmático. 
- Sí, ya me lo habías dicho. 
- Varias veces, ahora recordé. Eso y lo mucho que te vale madres. 
- Ser reiterativo es solo una entre tus escasas virtudes. 
- Gracias. 
- Las que merecías haber recibido... pero la vida, además de bella, es muy injusta. 
- Ok, pasábamos este rato en el que era súper cool insultarme y luego qué seguía. 
- Te decía que no, que nunca la había visto. Ya sabes, el amor en tiempos de Tinder. 
- ¡Ay güey! ¿neta? ¿Tinder? Te tenía en mejor concepto. 
- No seas prejuicioso, es muy del siglo XX. 
- ¿Y sabes quién más es del siglo XX? Tú, güey. Llevas solo 15 años en el siglo XXI y 30 en el siglo XX. Haz la cuenta y tienes dos terceras partes de razón para usar medios tradicionales de conquista, y solo una tercera parte para hacer uso de una aplicación de celular para "enamorarte" de alguien. Matemáticamente no me extraña que no haya resultado. Además, güey, ¿enamorado?
- ¿Serías tan amable de dejar de decir 'güey' en cada enunciado? Pareces monólogo de Adal Ramones y no es necesario aclarar lo mal que eso te sienta. Bueno, que le sienta a cualquiera. 
- Está bien, dejaré de usar muletillas con la única condición de que le bajes la intensidad a tu rollito de emo y me cuentes qué fue lo que pasó. Ya sabes, como una persona de 45 años. 
- No estaría nada mal que me dejaras de recordar la edad. Es muy patético tener crisis por la edad, pero heme aquí: también estoy con la crisis de los 45. 
- ¡Qué hueva que me estás revolviendo ya dos temas y ya con el de tu ciberenamoramiento me estaba sintiendo saturado! Además no hay tal cosa como la crisis de los 45. A esa edad ya no son horas de crisis de ningún tipo, con el poco tiempo de vida que les queda por delante. 
- Voy a hacer la onomatopeya de la risa, porque tu humor no da para un gesto más auténtico. Así mira: ja ja ja. Y antes de que sigas hablando te repito que no la vi nunca, sólo chateábamos. Pero de esas veces... quisiera evitar el cliché pero no puedo, pero es real, tenme paciencia y déjame acabar la explicación antes de escupirme el café en la cara. No voy a decir la frase "sentí como si nos conociéramos de toda la vida", haz cuenta que no la dije, pero eso sentí. O algo muy parecido. 
- Prometo dejar pronto de interrumpirte y escuchar tus explicaciones hasta el final, pero solo aclárame una cosa, ¿cuándo y donde aprendiste a hablar como en una película producida por Televisa?
- Hay una parte de mí que no conoces y tal vez pueda parecer un poco cursi, así de inicio, pero hay todo un proceso de racionalización por detrás. 
- No la conocía, en efecto, y me está espantando. Mucho. Pero permíteme agregar que sólo por usar palabras como "racionalización" no te estás ayudando. También los actores de Televisa, luego de mucho ensayar, pueden decir palabras con más de tres sílabas. Pero, bueno, síguele. 
- Conforme pasaban los meses...
- ¡Meses! ¿Pasaron meses? No sabía que estabas tan grave, güe... güero.
- Sí, pasaron de hecho cuatro meses y no necesito explicarte que conforme pasaba el tiempo se hacía todo más complicado. Yo cada día más clavado con ella pero cada vez más asustado de conocernos personalmente. Y luego las dudas, las dudas idiotas de si ella estará en el mismo nivel de intensidad que yo. Entonces no hablaba de enamoramiento, ni pensaba en esa palabra, porque estaba muy bloqueado. Si nos hubiéramos visto la primera semana todo hubiera estado perfecto, en cualquiera de los dos resultados que puede tener un encuentro de este tipo: si no nos hubiéramos gustado, todo bien, y si sí nos hubiéramos gustado pues tanto mejor. Pero desde el principio fui mucho más cuidadoso con ella porque la conversación inicial fue una cosa sensacional. Esas conversaciones que parece que fueron estudiadas, cada pregunta y cada respuesta era perfecta. Por primera vez desde que abrí Tinder podía leer a alguien sin faltas de ortografía, solo para empezar, pero obvio no era nada más eso: el cerebro de esa mujer, te lo juro, era escultural, sus ideas, su humor. Estaba tan entusiasmado que empecé a prorrogar el momento de vernos, pero empezamos a chatear todos los días, así de cómo amaneciste, qué tal el trabajo hoy y puras de ésas. Empecé a conocer a todas las personas  de su vida y a llamarlas por su nombre y todo. A su jefe, para empezar, que es un ojete pero monumental. O a su santa madre que es, cómo decirte, mi Sarita García de la vida real. De verdad que tienen que poner la foto de su mamá en el chocolate Abuelita porque es lo máximo esa señora. A su vecina Mercedes que tiene un gato que se llama Leonardo y un poodle que se llama Bernardino. ¿Ya estás entendiendo, no?
- Ya estoy diagnosticándote, amigo, todo bien. ¿Cómo se llama?
- Voy a hacer como que no oí esa pregunta y al final te explico. 
- No, ya en serio. ¿Cómo se llama?
- Es que siempre la llamé por su nombre en Tinder, Starwar para ser más específico. 
- ¿Starwars, neta? Güey, ¿si estás al tanto de que es altamente probable que se parezca mucho a Chewbacca? No, no, no, es que estás solo, cuatro meses y ni el nombre le sacaste. 
- No fue importante en ese momento, en Internet hay un momento para cada cosa y el nombre puede esperar, no es como antes, ya no nos definen las etiquetas. 
- O sea, ya te perdimos. El mundo entero te perdió. Te tuvimos y ya no: una estrella más que se apaga en el firmamento. Estás diciendo muchas sandeces juntas, para una sola tarde. 
- Fuera de broma, estoy de acuerdo contigo. Estoy diciendo una bola de sandeces, pero lo peor es que las estoy viviendo. No, eso en realidad no es lo peor: lo peor es que sé que son sandeces, sé lo ridículo que sueno, sé lo ridículo que estoy siendo, tengo perfecta noción del sentido de las cosas, pero no me puedo sustraer de vivirlas, de pensarlas y de auténticamente creerlas. Cuando empezó a ser patético el nivel de confianza que nos teníamos por chat y que había pasado un tiempo absurdamente demorado para encontrarnos, se siguieron un montón de juegos mentales estúpidos de ambas partes. O era ella la que tenía otra cosa que hacer o era yo. No puedo ni quiero explicarte, para efectos de evitarte el aburrimiento, todo este proceso. Al mismo tiempo, conversar, mandarnos notas de voz, fotografías...
- Ah, bueno, por lo menos se mandaron fotos, se "conocen" las caras digamos así. ¿Y sí se parece a Chewbacca o ya se rasuró?
- No seas idiota, es muy bonita. O sea, en una escala de Elba Esther a Cindy Crawford, está más cerca de ésta que de aquélla. 
- ¿Cindy Crawford? Amigo, te tengo dos noticias: ya no es 1990 y Selena murió. Sí, la mató la presidente de su club de fans. Y de 1990 para acá esa escala ya se actualizó varias veces, pero ok te entendí, síguele que ya me empezó a interesar tu historia. 
[Timbra un mensaje de celular]
- Ya me tengo que ir, luego le seguimos. 
- Hey, ¿qué ondas?
- De veras, luego te cuento. 
- Ni siquiera pagaste... ok, yo invito. 

(Esta historia continuará... o no)

martes, abril 14, 2015

La llorona

Vamos a suponer, sólo por un momento, por un momento pequeño, que ella tenía razón. Pero no la tenía. Pensaba, por ejemplo, que cuando ella quería, quería de veras. En efecto llegó a querer -en contadas ocasiones- pero nunca de veras. Quería, como lo hacemos todos, hasta que dejaba de querer y eso no es de veras.

Creía, no sin candidez, que el destino no existe, que uno decide qué hacer y qué ser. Lo creyó hasta el final, pero tampoco tuvo nunca razón. Decidió, como lo hacemos todos, sólo en las márgenes. Lo central y casi todo lo demás algo o alguien más lo puso ahí, en lo que parecía ser su vida, y no dependieron de ella, ni sus méritos ni sus fracasos.

Desperdició, como parece que lo hacemos todos, la oportunidad de vivir, porque nunca creyó que eso fuera una oportunidad. Y también ahí se equivocó. Vivió como si fuera una obligación y le resultó mal la apuesta. Cuando iba a darse cuenta de su error, ya era demasiado tarde y prefirió voltear para otro lado, pensar en otra cosa, llegar hasta el final.

Cuando ya no estaba alguien preguntó, reclamando, como si lo hiciera al aire: ¡Ay, Llorona! ¿Por qué te fuiste? Y se oyó al fondo una de esas voces impertinentes y sin dueño que respondió: ¡porque así es la pinche vida!

viernes, noviembre 14, 2014

Todos tenemos algo que ver con Ayotzinapa

Tengo semanas tratando de procesar emocional e intelectualmente todas las ideas, sentimientos y replanteamientos que una tragedia como la ocurrida a los estudiantes de la escuela normal de Ayotzinapa. Hace mucho tiempo que algo no me revolvía tanto interiormente, que no me permite aún ahora encontrar palabras que hagan suficiente una descripción, o hallar una opinión que abarque una realidad, como si todas las opiniones y explicaciones -propias y ajenas- quedaran pequeñas, sesgadas, minúsculas ante algo que es mucho mayor.

Escribir es uno de los ejercicios que mejor me sirven para tratar de ordenarme interiormente, cuando el pensamiento por sí solo no alcanza para ese propósito. Sobre este tema se ha escrito y leído ya tanto, que encontrar algo nuevo cuesta mucho. Pero el propósito de este texto no es decir algo nuevo, es simplemente un proceso personal de reflexión que me ayude a entender mejor lo que está pasando en el país y, al mismo tiempo, ser el modesto homenaje que brindamos con la memoria a quienes han perdido la vida como resultado de la injusticia. Parece insignificante dar tan poco, memoria, a quienes perdieron tanto, la vida, pero es un mínimo indispensable.

Una atrocidad tan grave no puede prescindir, al menos, de un profundo esfuerzo por afrontar socialmente tres cosas: las causas, las responsabilidades y las consecuencias.

1. Entre las consecuencias, la primera es emplear todos los recursos disponibles para que las víctimas sean resarcidas en todos los extremos: que reciban justicia, que las familias sean tratadas con toda la caridad que la situación exige, que a la sociedad le sean dadas todos los esclarecimientos. Todo eso no alcanza para deshacer lo que ya fue consumado y hay pérdidas que son totalmente irreparables, pero la justicia es un elemento indispensable que nos separa de la barbarie, y hay que exigirla.

Otra consecuencia, esta vez política por haber habido una presunta participación directa de autoridades públicas, es la movilización social y el ejercicio más cuidadoso del voto por parte de los ciudadanos. Cada quien determina cómo participar, cómo hace valer ante el poder público sus exigencias, pero todos necesitamos participar de la vida política de nuestras comunidades y ejercer esa obligación que hemos confundido como un acomodaticio derecho.

2. Para llegar a ese mínimo indispensable de justicia primero deben determinarse las responsabilidades. Yo creo que en este caso, se pueden distinguir por su intensidad y gravedad tres tipos de responsabilidad: penal, administrativa y social. La primera es la responsabilidad penal de quien comete un delito: los actores intelectuales y materiales han cometido crímenes de lesa humanidad y deben ser perseguidos, detenidos y castigados con todo el rigor que señalen las leyes.

Otra responsabilidad es administrativa, es decir, del ejercicio de las funciones públicas. Tanto por acción como por omisión, autoridades de distintos niveles de Gobierno tienen que responder ante la sociedad que los ha elegido y que paga sus salarios, por todo lo que hicieron o dejaron de hacer en el marco de sus facultades y obligaciones. Pero no seamos simplistas: estas autoridades no mataron a los jóvenes estudiantes. Si se comprueban complicidades, hay una persecución penal posible, si lo que hubo es incompetencia, también eso tiene sus consecuencias y deben asumirse.

En realidad, todo el sistema de procuración de justicia que con sus lamentables deficiencias permitió que hubiera una impunidad tal como para que una masacre de ese calado tuvier lugar debe ser transformado. Esta experiencia devastadora se convierte en punto de no retorno para exigir instituciones judiciales y policiales competentes, al servicio de la sociedad.

Y, por último, está la responsabilidad social que tanto nos cuesta asumir. Esa diluida culpa que a todos nos ha embargado un poco, esa insatisfacción generalizada que no podemos reconocer porque no sabemos hasta dónde nos alcanza. Esa responsabilidad también la provoca el desprecio generalizado a las normas de convivencia que hace que cualquiera que tiene oportunidad viole las leyes y las normas sociales. Cuando no damos el paso al peatón, cuando nos damos cuenta que nos cobraron de menos y no decimos nada, cuando ocupamos los lugares reservados a discapacitados o personas mayores, cuando insultamos y discriminamos, cuando hacemos todo lo posible por no pagar un impuesto o una multa debida. En todos esos momentos somos socialmente responsables por los graves males sociales que se forman, como perversa bola de nieve, por el desprecio continuo del prójimo y la falta de consideración de los demás y de la propia autoridad (cuando nos conviene).

Es un grado tal vez menor de responsabilidad sobre los peores males de nuestra sociedad, pero es NUESTRA responsabilidad. Ésa es al menos una ventaja: cumplir con las leyes y las normas de convivencia sí depende de nosotros mismos y de exigirlo así en nuestro círculo más cercano de familia y amigos.  Enseñar estrictamente con el ejemplo y con la disciplina a los hijos, a los alumnos, a los sobrinos, es una responsabilidad ineludible que dolorosamente solemos dejar de lado. Si no logramos formar a las nuevas generaciones en la práctica del respeto a los demás y a las leyes, el futuro seguirá siendo más sombrío que el presente.

3. Las causas que provocan que la maldad humana haya llegado a límites tan execrables es lo que resulta más difícil de abordar. Pero es un debate social y una reflexión personal que no debemos seguir posponiendo, ni en Mèxico ni en otros países. Creo que lo más difícil es reconocer que, hasta cierto punto, las causas se remontan a nuestro estilo de vida, a nuestras prioridades, a lo que aspiramos como individuos.

Primero, porque como seres humanos estamos dando más importancia a lo que TENEMOS, sobre lo que SOMOS. Se escucha como un cliché, como un lugar común, pero si nos detenemos a considerar las consecuencias que esto implica nos podemos dar cuenta de lo devastador que resulta nuestro sistema de vida. Porque si lo que más importa, lo que más tiene valor social, es lo que logremos tener, cualquier cosa que necesitemos hacer para tenerlo se convierte en nada más que un medio para lograr el fin mayor. Y si podemos hacer cualquier cosa, podemos también SER cualquier cosa. Al final de cuentas, a los hombres y a las mujeres nos hacen nuestras acciones. Los compartamientos son los que permiten determinar quiénes en realidad somos: yo puedo decir que soy honrado, pero eso no importa si lo que hago o dejo de hacer es deshonesto; puedo decir que soy sincero, pero si no hablo con la verdad no lo seré. Y esta prioridad del tener sobre el ser, hace que podamos aceptar que algún amigo o familiar tenga ganancias inexplicables, sin que nadie se preocupe por saber si esa persona es honesta. O que un empresario explote a sus trabajadores, siempre y cuando sus ganancias sigan viéndose bien en los estados de cuenta. O trabajar no pensando en el beneficio de nuestra sociedad, sino en agradarle al jefe, cueste lo que cueste, implique lo que implique, para no perder nuestro salario.

Segundo, porque como individuos nos hemos sumido en nosotros mismos y nuestro grupo más cercano, viendo a los que nos rodean como parte de la decoración de nuestra película. Cómo vamos a ser capaces de hacer la sociedad mejor, si en realidad no tenemos el más mínimo afecto por todos sus demás miembros. Y eso se va notando en los pequeños detalles: cuando ya no saludamos (ni siquiera conocemos) a nuestros vecinos, si preferimos entrar a un elevador sin saludar a nadie de los presentes para no interrumpir en nuestras redes sociales, si nunca le haríamos conversación a nuestro pasajero de al lado en el transporte público, si nunca usamos el transporte público que nos resulta tan séptico pues nos obliga a tener contacto con otras personas.

Es muy triste de admitir, pero sobre la base de los valores frívolos que a veces son nuestras mayores motivaciones, difícilmente vamos a construir mejores sociedades. ¿Tragedia, atrocidad, abominación? Las palabras siguen sin alcanzar, pero ahora hay 46 familias pobres, azotadas por la tristeza y el duelo más absurdo. Los demás, seguimos siendo espectadores de su absurdo e injustificado dolor. Pero estamos llamados a ser más que simples espectadores, aunque ahora no se nos ocurra cómo.

domingo, septiembre 07, 2014

Before and after, now and then


Dicen que las comparaciones son odiosas, pero no aclaran que lo son únicamente cuando uno sale perdiendo. Justas tal vez no lo sean, porque suelen pasar por alto las diferentes condiciones de los objetos o sujetos comparados, pero ya sabemos que la vida es bella pero no justa. Sí, la vida es bella pero no es justa, aunque con justificada razón nos neguemos a admitirlo.

Luego de mi no solicitado preludio -a veces más largo, a veces más aburrido-, pretendo entrar en materia y hacer este ejercicio tan repudiable de comparar. Pero lo haré sin que nadie salga perdiendo, pues me compararé yo mismo en dos tiempos diferentes.  Nadie debería negar que si el yo actual sale perdiendo es igualmente malo para mí que si sale perdiendo el yo pasado, o sea, que compenso la pérdida y quedo en ceros. Habrá, claro, quienes piensen que sería una situación más deseable que gane el presente porque hayan ocurrido los cambios necesarios para que todo vaya siendo mejor cada vez. Pues estaría en contra de ese argumento por una sencilla razón: cada vez que he vivido algo, ése ha sido mi presente, el único tiempo verbal en el que ocurren las cosas que importan. Así que mi yo pasado es tan importante como mi yo presente, porque también fue mi presente, y mi yo futuro será importante únicamente cuando se convierta, momentáneamente, en mi yo presente, antes de desvanecerse irremediablemente para convertirse también en yo pasado. En el “yo del archivo”, al que se recurre sólo a veces, ese yo que sólo cobra una importancia marginal cuando lo llamamos “recuerdo”; y que va perdiendo los colores, poniéndose sepia, cuando no del todo amarillento, borroso, e inclusive desapareciendo del todo.

Mi yo pasado, el de la infancia, contra mi yo presente, el de los 33 años; el que tiene la edad que tenía Cristo cuando murió y al que con razón ya podríamos pedirle madurez, dado que a esa misma edad Cristo ya había fundado una religión, que luego se hizo muchas  (diferencias teologales al respecto no pienso discutirlas, un tema más de los muchos que me rebasa).

Pues aquí vamos con una lista de diez comparaciones y un bonus, con la anticipada disculpa por hablar de la primera persona en tercera persona:

1. El yo de antes pensaba que todo se podía, el yo presente se ha hecho realista y añora mucho al iluso que fue.

2. El yo de antes tenía la piel blanca y sin pecas, el de ahora (no se lo digan a nadie) tiene manchas del sol y hasta unas (tenues) arruguitas, para no hablar de una cantidad nada despreciable de vello.

3. El yo pasado tenía miedos que el yo de hoy ya no tiene. El de hoy teme cosas que al de antes le hubieran parecido (y con razón) absurdas.

4. El yo de hoy puede ser muy cínico, tener humor negro, llegar a ser escéptico, pero cree mucho en su yo pasado, no se burlaría de lo que fue y lo respeta con seriedad. Con una excepción, el yo de hoy nunca usaría los pantalones blancos y la camisa verde perico que alguna vez a sus doce años pensó que se veían bien.

5. El yo pasado era muy pudoroso, no soportaba cambiarse de ropa frente a otra gente, aunque fueran niños de su edad, el actual puede hasta rayar en lo exhibicionista.

6. El yo de antes podía tener muy mal gusto y se daba ese lujo; el yo de hoy sigue teniendo mal gusto, sólo que ahora lo adorna llamándolo “placeres culposos”.

7. El yo infantil quería saber absolutamente todo, no había nada que no le interesara; ahora no, no todo, se ha vuelto un yo sensato, que cataloga las cosas por la prioridad que arbitrariamente le da a las cosas.

9. El yo de antes era pésimo en los deportes: educación física era la nota que ensuciaba sus calificaciones. El yo de hoy sigue siendo pésimo y da gracias a Dios que en su vida ya no existe educación física.

10. Antes yo no podía dormir siesta, me parecía una pérdida de tiempo. Ahora, quisiera tener tiempo para considerar si me gustaría dormir siesta.

Bonus: El yo niño, el yo adolescente, vivió muy feliz sintiéndose siempre protegido bajo el cobijo de su familia, en un mundo que era más simple o así lo parecía, donde tenía la sensación de casi abarcarlo todo. El de hoy vive en un mundo más grande, que le fascina, abrazando su complejidad con la poca serenidad que le permite su carácter nervioso. Se deja llevar en ese mundo grande como si estuviera flotando boca arriba en un lago sereno, viendo fijamente la luna. Recuerda con cariño sus yo anteriores, reconociéndose perfectamente en ellos.

viernes, julio 04, 2014

De ésas de que te cae el veinte...

No sabría responder en este momento si soy una persona apegada o más bien desapegada, independiente, espíritu libre. Siempre he creído esto último, tal vez porque así he querido creerlo, pero hay momentos que me demuestran una tendencia a apegarme demasiado no sólo a ciertas cosas y rutinas, sino sobre a las personas. Luego de haber pasado cuatro años formidables en Costa Rica, en mi primera adscripción diplomática, empezaba a parecer natural un cambio, otro reto profesional, la posibilidad de conocer otro lugar del enorme mundo y de desarrollar otros trabajos. Así funciona la carrera diplomática y es parte de su mayor encanto: el cambio como única constante. El día que tenía que llegar llegó y la notificación de que ahora me iba a la Embajada de México en Brasil se convirtió en un hecho. Con ello vino la definición de una fecha cierta para irme, aunque el futuro nunca es certeza, sólo probabilidad.

No estoy preparado todavía para hablar de Costa Rica en pasado. Todavía falta más de un mes para estar aquí y quiero conjugar todo en presente. Ha sido un país que me ha dado muchos amigos y vivencias que me llevo guardadas en diversas capas de la piel. En su momento haré la recapitulación de lo que me llevo y de lo que voy a extrañar de este país, que es mucho. Ahorita estoy en el proceso de reconocer que dejo un hogar para buscar otro hogar. Toca empezar a preparar maletas, las muchas maletas que hay que preparar cuando uno echa raíces. Vienen los trámites, los miles de trámites, la negación y luego vendrá la sensación de oquedad que dejarán la distancia con los amigos insustituibles, el anhelo de reencontrar las rutinas que ya sólo se podrán conjugar en pasado, la seguridad que se siente conocer el lugar en que habitas, con todos sus códigos. También vendrá la ilusión de iniciar una nueva etapa, el descubrimiento de otro país, de otra lengua, de otras maneras de entender el mundo.

Inicio el proceso de despegue, unas cosas se vienen conmigo, otras se quedarán para siempre aquí.

viernes, junio 27, 2014

El malestar en la (falta de) cultura

Algo me faltaba y no veía como desvanecer mi ansiedad, eterna compañera de viaje. Entré en varias ocasiones a Facebook y a Twitter intentando encontrar contenidos que me distrajeran, a ver si así recuperaba la tranquilidad. Pero ahí no había nada. Peor que eso, me había convencido de que los contenidos tenían días que eran irritantemente poco interesantes. Me cuestioné si no tenía que hacer una limpieza de mis redes sociales o incorporar otros contactos, hasta encontrar contenidos que sí me importaran. Hasta que caí en cuenta de lo obvio: estaba buscando cosas incorrectas en el lugar incorrecto. Las redes sociales son un mecanismo (bastante artificial) que sólo parcialmente refleja lo que es la gente, lo que yo buscaba no iba a aparecer ahí. No sólo eso, la gente es como es y no como quisiéramos que fuera, con pocas posibilidades de cambios reales; cada uno con intereses propios vive la vida con sus prejuicios, con sus escrúpulos, con sus limitaciones e, incluso, con lo que considera que son sus principios irrenunciables. Para colmo, no falta ser un genio para enterarse de que ni las redes sociales, ni los medios de comunicación son los mejores lugares para que la gente te caiga mejor. Internet ha transparentado algunos de nuestros defectos (sobre todo los ajenos) y nos los arroja a la cara clic tras clic.

En relación con esos defectos humanos, yo hasta tengo el morbo de ver los comentarios de los lectores casi anónimos de los medios de comunicación digital sobre artículos que me interesan. Lo hago porque creo que es bueno saber lo que piensa gente que no conozco, que tal vez (quiera Dios) nunca voy a conocer. El optimismo con el que suelo esperar los cambios sociales peligra seguir existiendo cuando leo a la gran mayoría de esa gente que no conozco. Ya ni les cuento lo que sufre el grammar-nazi por ver lo mal que escribe la gente, porque eso al final de cuentas es lo de menos. Lo que más arde es ver el atraso social, lo lejos que estamos de lograr una mejor convivencia, la falta de empatía de las personas con el sufrimiento ajeno, el total desinterés de informarse sobre los temas antes de opinar y, a pesar de ellos, tener puntos de vista irreductibles. La frecuencia con la que la gente prefiere el insulto o el simplismo al argumento o a la razón cuando está cómodamente sentado frente a su pantalla.

Contrario a lo que puede parecer por leer los párrafos precedentes, me gusta mucho la gente. Me gusta mucho mi familia y también me encantan mis amigos; no puedo responder por todos los así llamados 'amigos' que tengo en Facebook, pero de la mayoría tendría cosas muy buenas que decir; de la gente que no conozco tengo la fe (dogmática) de que la gran mayoría tienen más de bueno que de malo. Se podría casi decir que soy un filántropo, no porque distribuya mi escaso dinero entre los pobres sino por su etimología estricta de 'amante de lo humano'. No obstante todo ello, hay ratos en que sí me molesta (injustificadamente) que el muro de mis redes sociales esté lleno de mascotas o frases cursis de Coelho o de Arjona (para seguir odiando a los que ya es cliché odiar); también me tiene a punto del colapso nervioso que desde hace un mes el 98% de las publicaciones se refieran a futbol; o que luego de décadas de usar Internet y saber cómo funciona la gente siga creyendo las boberías de "comparte esto y tendrás buena suerte" o "si no envías esto a X número de víctimaspersonas te cerraremos tu cuenta"; y sí, a veces me pudre por dentro que la gente (yo incluido, por supuesto) siga(mos) considerando gracioso frases o imágenes que humillan a grupos enteros de personas. Cada quien hace con su muro, igual que con su cuerpo, un papalote y siempre está la opción de dejar de seguir a alguien o bloquear sus publicaciones, pero el punto no es ése. El punto de este angustioso texto no es criticar las publicaciones ajenas en redes sociales porque, de hecho, en el fondo (y también en la superficie) yo soy un defensor del derecho a ser frívolo y del derecho a estar equivocado. El punto es compartir con los que para su mala fortuna hayan llegado a leer esta entrada a mi blog la frustración de caer en cuenta de la interminable lista de taras sociales que tenemos, de lo lejos que estamos de ser civilizados.

Me gusta mucho que la gente sea diferente a mí y es un atributo indispensable que opinen diferente, porque discutir (en el buen sentido de la palabra) es mi pasatiempo favorito, sólo después de querer tener siempre la razón. Sinceramente, me gusta mucho que haya gente que tenga sus mascotas y que las disfrute, que haya quienes estén combatiendo el sufrimiento de los animales, me da gusto pensar en que alguien encontró en una frase una enseñanza, una reflexión para ser mejor, o un aliento (que a mí me parezca cursi es totalmente irrelevante) y qué padre que la contemplación de un deporte haga que la gente sienta tantas emociones porque las emociones pueden ser una cosa muy bonita. No obstante todo lo anterior, no voy a renunciar a mi derecho a quejarme de lo que la gente publica en redes sociales o en medios de comunicación, tal vez sólo como desahogo o como justificada reacción ante algo que puedo considerar no deseable.

Lo que sí tengo que hacer es reconocer que los contenidos de Facebook o de los medios de comunicación no me van a quitar la ansiedad, tal vez de hecho, sólo la van a encender. Si lo que quiero es quitarme la ansiedad debo hacer lo que mejor me ha funcionado desde enero de 2005: escribir en mi blog, vaciar en él mis preocupaciones, mis memorias, mis puntos de vista. La ansiedad es individual y el remedio, por tanto, es individual también y no colectivo. Las redes sociales sólo han potenciado el malestar que me causa a veces la cultura y, sobre todo, la falta de cultura. Esa inquietud es un mal incurable, hasta cierto punto es un mal necesario. A mí escribir en el blog me alivia los síntomas, quejarme en Facebook no. ¿A ti qué te causa el malestar de nuestra cultura y qué te lo alivia?

domingo, marzo 30, 2014

Anhelos que no se desvanecen

La familia es, entre muchas cosas, un conjunto de historias, de cuentos, de códigos compartidos. Una sucesión interminable de vivencias que van tejiendo lentamente lazos que no hay posibilidad de romper. Ni mediando la voluntad para hacerlo. Como si esos lazos recubrieran nuestro ADN de algo que podríamos llamar una "genética de los recuerdos", hasta el punto de que no se sabe dónde termina uno y comienza la otra. Esta semana mi familia de muchos recibió el último de los siete sacramentos que le faltaba por recibir: el orden sacerdotal. Es que las familias católicas somos especialmente sacramentales, nos reunimos como obligación moral en bautizos, primeras comuniones, confirmaciones, matrimonios y, por así decirlo, para ungir al enfermo en su agonía o despedida.

El sacramento del sacerdocio, claro está, lo recibió únicamente uno y no toda la familia, porque no se ha dado el caso hasta ahora - que yo conozca - que en la Cristiandad se ordene sacerdotal a toda una familia. Los judíos sí lo hicieron, más o menos, con la tribu de Leví, uno de los hijos de Jacob, pero esa es otra historia y no es la de los Barceló Moreno. Fue mi primo Óscar Valentín, quien ahora será el padre Óscar. Fue muy linda experiencia ver cómo su ordenación y los festejos que seguían a tan buena noticia se convirtió en un momento que tíos, primos y sobrinos empezamos a gozar desde meses antes de que ésta tuviera lugar. Se siente como una gran bendición que alguien del clan sea pastor espiritual de otros o, en el mejor de los casos, también nuestro. La emoción que causó la ordenación de Óscar hizo que algunos se desplazaran grandes distancias para estar presentes y que otros tanto empeñaran generosamente sus recursos o su tiempo para organizar esta celebración que reunió nuevamente a una familia de muchos, de muchísimos, de cada vez más.

Pero lo que todos estos días no ha salido de mi mente es imaginarme a la nana Carmela sonriendo con esa mandíbula afilada con la que recuerdo sus últimas sonrisas, sus ojos arrugaditos ya por los años que empezaban a ser muchos, mientras se mecía en la poltrona. La imagino feliz y realizada al ver cumplido su sueño de toda una vida: tener entre su descendencia al menos una vocación consagrada al servicio religioso. Lo intentó de todas las formas que pudo y su anhelo no se desvaneció nunca, permaneció entre sus hijos y sus nietos que aprendimos también a valorar la importancia que ella le concedía a la vocación religiosa, aunque todos sus hijos y la gran mayoría de sus nietos no la tuviéramos como propia. Creo que, de alguna manera, todo el regocijo familiar que a todos nos causó la ordenación de Óscar estuvo muy inspirado en ese anhelo, un anhelo que se hacía ya viejo pero no menos fuerte, hasta que rindió fruto.

Difícil olvidar cómo desde niños mi nana nos hablaba del sacerdocio, o cómo se emocionaba cada vez que alguno de sus nietos hacía una intentona de ingresar al seminario o al convento. O las historias sobre el drama que causó la decisión de mi papá de dejar, largo tiempo atrás, el seminario y, con esto, su camino al sacerdocio. Por demás está decirlo que yo, llámese egoísmo o simple instinto de sobrevivencia, celebro esa decisión paterna que hoy por hoy permite que yo y mis hermanos andemos por acá en esta vida pululando tan contentamente.

Tampoco me será fácil olvidar cómo cuando yo tenía unos escasos ocho años mi nana Carmela me dijo un día, luego de regresar de algún viaje: "Rafaelito, te traje un regalo, uno de estos días te lo doy". Yo pasé grandemente ilusionado todos esos días imaginándome no sé qué juguetón regalo que la expectativa había hecho cada vez parecer más emocionante. No digo que, de alguna manera, el tal regalo no hubiera sido motivo de alguna emoción, porque es cierto y siempre ha sido cierto que a caballo regalado no le revisa uno el colmillo, pero el tal regalo era un libro que hablaba sobre la vocación religiosa que no está de más aclarar que no está en los primeros lugares de los regalos preferidos de los niños. Además de mencionar que cuando me lo dio me dejó muy claro todo el entusiasmo que el tema le causaba. En su momento, en mi tierna infancia y adolescencia, la ilusión de convertirme algún día en sacerdote tuvo mucho que ver con poderle dar a la nana Carmela una felicidad de ese tamaño. Pero antes de que se llegara el día de que yo pudiera empezar a poner en marcha proyecto tan descomunal, mi nana nos dejó y yo me incliné por nuevos proyectos.

Ahora celebro que mi querido primo Óscar Valentín, primo unos años menor y particularmente travieso, se haya sentido llamado a ser sacerdote y que la Iglesia Católica lo cuente entre sus pastores. Celebro que mi familia haya tenido con esa decisión una alegría tan grande que los haya vuelto a reunir y, claro, en el centro de todo esto, celebro constatar que ese anhelo de mi nana Carmela nunca se desvaneció. Ese anhelo siguió vivo en la intensidad de la emoción de tanto Barceló y, sobre todo, en que más tarde que temprano un integrante de su descendencia se dedicará por completo al servicio espiritual desde tan noble misión.


martes, marzo 18, 2014

#100happydays

Hay una cosa que encuentro tierna en Facebook de unas semanas para acá. Es una especie de tema de tendencia que identifica con la etiqueta #100happydays cualquier momento que a la gente haga feliz, como no costará traducir. Me he visto tentado a iniciarla yo por algunas razones: principalmente para compensar la imagen que parece me he creado a base de estados odiosos de ser una persona negativa y, sobre todo, porque realmente hace bien pensar en todas las cosas bonitas que nos pasan que, normalmente, son mucho mayor en calidad y cantidad a las que calificaríamos de malas.

Sin embargo, hacer esto cada día creo que terminaría por resultarme aburrido a más tardar el día 14, así que mejor, simplemente, comienzo a enumerarlas (sin que el orden de aparición signifique nada) y que sea lo que Dios quiera (que honestamente no creo que sea un tema que le quite el sueño, a como están las cosas en Crimea, Siria o la República Centroafricana). Advierto que cien es un número muy grande, leerlo es agotador y puede tener el no deseado efecto de resultarles antipático por sobreexposición, pero lo hecho, hecho está.

Las cien cosas que me hacen (o me han hecho) feliz:

1. Estar sentado en la sala de la casa paterna platicando las mismas historias familiares con mis hermanos, sobrinos, papa y Paty.
2. El primer trago de una coca cola (light) muy fría.
3. Cuando termino la rutina del gimnasio.
4. Haber terminado, al final de la jornada laboral, todas las tareas pendientes.
5. Los días que me gusta cómo quedé peinado (los pocos días en que eso ocurre).
6. Reírme hasta que me duele el estómago.
?. Quitarme los zapatos.
8. Escribir en el blog.
9. Escuchar por enésima vez la canción Common People de Pulp.
10. Ver Friends.
11. Haber dado clases en una universidad.
12. Lo que se siente cuando tomo dos martinis.
13. El guacamole, sí, el guacamole makes me happy.
14. Leer a Saramago.
15. Encontrar esa corbata que te habla suavemente y te dice "cómprame".
16. Que me alcance para comprarla.
1?. Haber conocido al compositor de la celebérrima canción La niña fresa.
18. Platicar con mis amigos.
19. Estar en Huásabas.
20. Mi carrera.
21. Estornudar.
22. Oír Les hommes pareils de Francis Cabrel.
23. Soñar despierto.
24. Que me den risa mis chistes (aunque la colectividad no los aprecie).
25. Caminar por el centro histórico de la Ciudad de México.
26. Nunca haber perdido un vuelo.
2?. Recordar la sonrisa de mi mamá.
28. La paz que se siente al cerrar la puerta de mi casa cuando regreso de trabajar.
29. Ir al cine.
30. Ver las fotos de mis sobrinos.
31. Oler mi crema de almendras favorita.
32. Comer palomitas de maíz con salsa Valentina.
33.  Un concierto de Lila Downs.
34. Ir a la cantina Covadonga con mis compañeros de generación del Servicio Exterior.
35. Los cacahuates estilo "japonés" (énfasis en las comillas).
36. Barra de Coyuca, en Acapulco.
3?. Los relojes.
38. Recordar las cosas que pensaba cuando era niño.
39. El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.
40. El llano en llamas de Juan Rulfo.
41. Cien años de soledad.
42. Las canciones de Juan Gabriel.
43. Los clásicos de los Tigres del Norte.
44. El amor correspondido.
45. Cuando termino de leer un libro.
46. Aprender un nuevo idioma.
4?. Las fiestas de cumpleaños.
48. Los regalos.
49. Un abrazo cariñoso.
50. Los árboles gigantes.
51. El aroma a azahar en Hermosillo durante el mes de abril.
52. Los atardeceres carmesí.
53. Dormir una siesta mientras llueve.
54. Los tacos de carne asada.
55. Las mañanas frescas.
56. La espuma del café con leche.
5?. Las jacarandas en flor.
58. El olor de la lavanda.
59. Que exista Venecia.
60. O París.
61. El museo del Prado.
62. O el Nacional de Antropología.
63. Caminar descalzo.
64. Sentir las sábanas frescas al acostarme.
65. WhatsApp.
66. Salir bien en las fotos (no ocurre con frecuencia).
6?. Los gatitos.
68. Los viejitos.
69. Despertar y que sea sábado.
?0. Que me calculen menos edad (las pocas veces que eso ha pasado).
?1. Encontrarme un billete en la bolsa de un pantalón o abrigo que hacía tiempo no usaba.
?2. El tamarindo con chile.
?3. El chile como pretexto para comer cualquier otra cosa.
?4. Los rascacielos.
?5. Manejar en carretera.
?6. Que me revuelque una ola.
??. El cerro Tetakawi haciendo contraste con el azul del mar en San Carlos.
?8. Mi papá.
?9. Encontrarme a la virgen de Guadalupe en una iglesia.
80. El olor de esa hierba que despide su olor cuando cae el sol y que nunca he sabido cómo es.
81. Recordar a mis maestros, desde la primaria hasta la maestría.
82. Manhattan.
83. Los reencuentros (excepto los de bandas musicales).
84. El Taj Mahal.
85. Los Thunder Cats.
86. La música del mariachi.
8?. Cuando le bajan el volumen a la música en los restaurantes.
88. Rascarme la cabeza.
89. Que alguien te recuerde por algo y te lo diga.
90. Hacer yoga.
91. Mi iPod en shuffle.
92. Conocer la etimología de las palabras.
93. Los mapas.
94. El street view de Google Maps.
95. El sonido del piano.
96. Volver a escuchar una canción que no oía desde la infancia.
9?. Cuando la tecla del siete de mi computadora vuelva a funcionar.
98. Los pueblos mágicos.
99. Haber logrado terminar esta exaustiva lista (casi).
100. La dicha que me causa la compañía de tanta gente maravillosa y gozarlo como si me lo mereciera.


domingo, marzo 16, 2014

De los ansiados regresos

Tal vez haya sido el tedio, tal vez un largo receso del período creativo o quizás simplemente que no encontraba qué escribir o, mejor dicho, cómo escribir lo que hubiera tenido que decir.  Pero haberme ausentado por tan largo tiempo de mi blog se iba haciendo, cada vez más, algo que dolía incómodamente,  un vacío que pesaba. Escribir en este espacio había sido a lo largo de ya nueve años un solaz que tenía siempre el poderoso efecto de calmar los demonios internos, de ordenar las desprolijas ideas, de recuperar de la memoria traidora los momentos que, por desvanecimiento, están condenados a la extinción a menos de que la palabra escrita intente, aunque sea inútilmente, perpetuarlos.

Una razón que me quitó en los últimos meses la paz mental, recurso cada vez más escaso, que preciso para escribir fueron los cambios, los muchos cambios, que atolondran inexorablemente al animal de rutinas que soy, que quiero ser. Sin embargo,  esto no debería ser llamado una razón, sin duda no una de peso, pues la carrera que escogí tiene la particularidad de convertir al cambio en la única constante. También dejé de ir con regularidad al gimnasio con todo el pesar que eso le causa a mi vanidad, haciéndome más complicado ser narcisista, pero ésa es otra historia.

Como motivo para regresar, he decidido hacer las crónicas de mis viajes recientes. Eso sí tuvo 2013, fue un año fantástico para mí, lleno de viajes entrañables que quiero registrar por escrito, pues la memoria visual me resulta insuficiente. Los siguientes artículos serán eso, las crónicas de mis viajes a Panamá, a Brasil y, por qué no, mi último viaje a México, país que vuelvo a conocer cada vez que regreso. Como dicen los gringos - por lo menos los que hablan inglés -, "Stay tuned", porque habrá cosas que contar.

domingo, agosto 18, 2013

Viajar es deplazarse en espacio y en tiempo

Una de las pocas desventajas que he lamentado de esta carrera que escogí es que uno termina viajando menos. Es paradójico porque uno pensaría que el diplomático la pasa viajando, cuando en realidad es solo que está trabajando fuera de casa.  El punto es que cuando se puede tomar vacaciones uno quiere y necesita ir a reencontrarse con la familia y los amigos de toda la vida, limitándose el tiempo para conocer nuevos lugares. Enfrentado a ese dilema entre dos necesidades que considero irrenunciables, decidí que lo podía convertir en un falso dilema si equilibraba ambas cosas.

Agosto fue, entonces, ocasión para conocer un lugar que en mi mente pertenecía a diversas categorías borrosas y entremezcladas. Cuba. Un país de lo más latinoamericano, a la vez una potencia cultural y un paria del imaginario político-económico. Idílico paraíso revolucionario, enclave de represión autoritaria, modelo de dignidad frente al imperialismo de nuestros días, ejemplo de horrores antidemocráticos. Todo dependiendo de la ideología de quien lo dijera, todos equivocados cuando evadían reconocer que el simplismo conduce al error (no hay navaja de Ockham para definir lugares como Cuba). Yo, como tantos otros, quería conocer el país antes de que se fuera Fidel y su longevidad nos la ha puesto fácil. Lo cierto es que ya no está, porque el presidente ahora es su hermano Raúl, pero al mismo tiempo no se ha ido y creo que en el lapso de toda nuestra vida no se va a ir. Hay gente y eventos que, para bien o para mal, llegan para quedarse durante mucho tiempo.

Lo cierto es que, posturas ideológicas aparte, yo quería conocer esa isla por razones que van más allá de su gobierno. Es un país fotogénico, de gente fotogénica: cada rincón, cada calle, cada callejón con ropa tendida en los balcones es una postal. Parece un país hecho de una inmensa exposición interactiva de fotoperiodismo. Con una banda sonora que nunca puede estar en silencio: pláticas de cualquier tema, son cubano, nueva trova, motores de carros que vieron la vida mucho antes que sus actuales dueños y una larga e interminable lista de sonidos. Sonidos, nunca ruido: una sinfonía para que todo tenga sentido, para atar los cabos de un país tan difícil de entender para el recién llegado. Con dos monedas diferentes, con muy limitado acceso a Internet y otras formas de comunicación que en el resto del mundo se dan por sentadas, con filas que parecen interminables... hasta para pedir un helado en Copelia.

No puedo enumerar todas las cosas que me llamaron la atención porque la exhaustividad, además de aburrida, nunca ha sido mi especialidad. Pero una fue el olor, desde que llegas hasta que te vas. Olor a tabaco y a ron, si me pueden disculpar el cliché que no pude evitar; esencia a antiguo y a productos de limpieza personal uniformes. En Cuba nadie huele a "azul ártico", a "atardecer en la pradera" o a esas genéricas e inexplicables fragancias que uno halla en los aparadores de los supermercados. Supongo que hay un champú de la Revolución y sanseacabó, porque la gente porta un olor parecido, muy identificable. Tampoco hay publicidad en las calles y esa sensación es extrañamente liberadora... hasta que topas con la propaganda del régimen y una sobredosis de las mismas caras barbadas que parecen de otras décadas, que ya no están de moda casi en ninguna parte excepto ahí.

Otra cosa que superó mis expectativas es la riqueza arquitectónica del país, sobre todo de La Habana. La infinidad de casas y edificios preciosos del centro de la ciudad o de barrios como El Vedado dan cuenta de dos cosas: el país ha rendido un culto estricto a la belleza y la clase acomodada del país fue muy numerosa, verdaderamente pudiente. Esto último me llamó particularmente la atención porque Cuba logró consolidar una revolución que terminó siendo socialista antes y más claramente que otros países latinoamericanos con oligarquías más reducidas. Eso sin necesidad de mencionar que lo hizo frente a las costas del país más poderoso del Hemisferio y el más obsesionado por la lucha contra el comunismo. Parece atípico y lo es, como el país mismo.

Lo fabuloso de Cuba es que te permite viajar en dos dimensiones: en el espacio, como es normal, y en el tiempo, lo que es extraordinario. No hay ni qué decir que los preciosos carros estadounidenses de modelos previos al año en que triunfó la Revolución te transportan sin necesidad de ningún añadido al pasado. Pero también hay algo en los hábitos de consumo que es desconcertante aunque parece tan básico: nos hemos acostumbrado a estar eligiendo continuamente y verse privado de esa acción es el verdadero choque cultural. Tal vez es parecido a lo que ocurría antes en otros países latinoamericanos cuando el modelo de sustitución de importaciones y por eso la falta de diversidad de marcas también es un viaje al pasado. La vida parece ir a otro ritmo y la mente está en otras cosas.


Es fantástico cuando viajar se convierte en algo más que conocer un lugar nuevo, en admirar la belleza de lo diferente, en convivir con excelente compañía. Cuando viajar es experiencia de vida, cuando por medio de la técnica del contraste te hace conocerte mejor por vía de conocer la "otredad". Viajar así no necesariamente te cambia, no necesariamente te hace mejor persona, pero te da buenas herramientas para hacerlo.

* Todas las fotos que aparecen en este artículo son de mi amigo Marcos Moreno, a quien pertenecen todos los créditos.


lunes, marzo 11, 2013

Esto es sobre mi pasado...

Hoy se anunció que en México habrá una reforma a las telecomunicaciones de gran calado. El tema que voy a explorar no tiene nada que ver con ese tema, pero a la vez sí. Ok, ya empecé mal: haciendo oraciones con contradicciones lógicas evidentes.

Me explico. Debo empezar hablando de la reforma a las telecomunicaciones en México, primero, porque el tema me da mucho gusto y, segundo, porque es una bonita costumbre tratar de ligar el presente con el pasado (es que resulta que los dos tienen mucho que ver y están cronológicamente relacionados).

Para los que no se hayan enterado de la reforma, la idea es que las principales fuerzas políticas del país finalmente se pusieron de acuerdo para hacer lo que hace décadas debieron haber hecho: terminar con los monopolios en televisión, telefonía y radio. Para empezar habrá dos canales nuevos de televisión abierta y no podrán participar las dos cadenas que han acaparado la cobertura mediática y la producción de contenidos en México. Para ponerle nombre y apellido, Televisa y TvAzteca no podrán concursar por los dos nuevos canales abiertos, con lo que tendrán que enfrentar a un nuevo competidor, el cual, además, podría ser extranjero. Cosa nueva para ellos. También se intentará frenar el monopolio funcional del hombre más rico del mundo, el señor Carlos Slim, cuya inmensa fortuna en buena parte se hizo en demérito de la economía de los mexicanos que nos gusta tener teléfono o celular (o sea, casi todos).

Con esto paso al tema central, el que está (sin estarlo) tan íntimamente relacionado con la reforma. Como ya le he dado muchas vueltas al asunto, lo diré así tal cual es: yo de pequeño era un gran aficionado a las telenovelas (mea culpa). Tan aficionado era que no les llamaba telenovelas, les llamaba novelas (mea culpa). Por supuesto y como conviene a una familia de principios conservadores, mis papás me lo tenían prohibido. Eran de contenido maligno y no aptas para menores de edad. El problema es que a mí me parecían interesantísimas y mi rebeldía infantil no tenía muchas formas de encauzarse que desobedecer ese mandamiento paterno en particular (es que era un primor de pequeñuelo).

No era solo que viera las telenovelas por rebeldía, lo hacía porque me interesaba la historia, el qué-va-a-pasar-mañana. A partir de aquí les llamaré sólo novelas, porque en ese tiempo eran las únicas que conocía. Tuve muy fácil encontrar la manera de verlas sin que se enteraran mis papás: las ventajas de que tu abuela, con la misma adicción televisiva que la tuya, viva en la casa de al lado. Eso sí, tenía que escoger con qué novelas encariñarme, si acaso dos, porque no podía ausentarme toda la tarde.

Mis argucias llegaron a tal extremo que tuve que acostumbrarme a sentarme en el suelo, justo a los pies de mi nana ("abuela" en términos sonorenses), a medio metro de la pantalla de la televisión. Es que de mi casa se podía espiar a su habitación, santuario de mis tardes novelescas, por un tema de ventanas mal colocadas para procurar la intimidad de niños que querían esconderse de la vigilancia paterna. Entonces mi obstáculo visual era el sillón y mi nana misma, que con cara de admiración gozaba las tragicómicas historias de algún Agustín Alejandro Valverde de Villafranca y Espinosa de los Monteros. O los desamores de alguna infortunada María Guadalupe, que era pobre y se hizo rica, pero luego la dejó el novio rico pero se quedó con la herencia de una sufrida mujer, quien era su madre biológica pero que le habían quitado el bebé de sus brazos porque era de un mugroso peón y no un Valverde de Villafranca y Espinosa de los Monteros, como hay que ser. O las maléficas estrategias de las villanas que, además de bien guapotas, eran muy insidiosas y eso hacía que mi nana dijera cosas como "ahí viene esa culebra".

No pocas veces me capturaron en la desobediencia. Una de ellas fue porque llegué a la casa cantando la canción-tema de la novela de moda, justo a la hora en que acababa. Era una de esas canciones pegajosas y, además, yo para mentir nunca he sido bueno. Había un castigo para la infracción, por supuesto, pero ninguno lo suficientemente severo como para hacerme desistir del siguiente capítulo, cuando la intriga había llegado a su punto máximo. Mucho menos si el siguiente capítulo era hasta el lunes, que era cuando pasaban las cosas más interesantes, como descubrir que uno no era hijo del que toda la vida había creído, sino de otro que nunca te lo hubieras imaginado. Lo cual era muy problemático en ese universo, porque uno siempre terminaba arbitraria e incestuosamente enamorado de su hermano o de su hermana y pasaban meses hasta descubrir que, tampoco era para tanto, la hermana-hermano tampoco eran hijos de quien uno creía, sino de alguien más (normalmente personal de la limpieza que, según las novelas, son gente muy fértil).

Luego de muchos incumplimientos a mi regla de no ver esas cosas donde hablan de divorcios e infidelidades maritales (¡Ave María purísima!) terminé ganándome el apodo de "Viejito novelero", por mi senilidad en gustos a pesar de andar entre siete y ocho años de edad. Pero yo aprendí muchas cosas con eso que ahora podríamos calificar de "placer culposo". Supe que para ser malo, muy malo, hay que ponerse un parche en el ojo como Catalina Creel; que si vas a discutir acaloradamente con alguien nunca lo hagas cerca de una escalera porque seguro terminas en estado de coma y con pérdida de la memoria (sobre todo si eres bueno); que si tu familia cae en bancarrota, sobrevendrán una serie de problemas en tu vida que seguramente harán que termines casándote con quien no quieres (sobre todo si eres bonita). En fin, yo con las novelas aprendí de la vida, de las pasiones humanas desbordadas y obtuve un amplio bagaje del atentado visual que fue la moda de la farándula mexicana en la década de los años ochenta (sí y que prácticamente está de vuelta).

Las telenovelas de Televisa fueron parte mi entretenimiento infantil y, afortunadamente, luego vinieron otras cosas. Pero por demasiadas décadas para muchos mexicanos y latinoamericanos, nunca llegan otras cosas. Si acaso algún deporte, casi nunca la lectura. Las telenovelas han alimentado aspiraciones ridículas, adormilado la sed de nuevos contenidos culturales y desplazado toda posibilidad de pensamiento crítico. Sociológicamente han sostenido roles coloniales en los que hay que ser blancos para ser protagonistas y la "servidumbre" tiene que ser morenita. Muy buena gente, pero pobres. Se es rico o por nacimiento o por matrimonio (siempre y cuando seas radicalmente atractivo), el destino es más importante que el esfuerzo o que la voluntad. Obviamente, no todos los males sociales tienen su fuente en las telenovelas ni Televisa o TvAzteca son responsables de la totalidad de las desgracias de nuestra cultura. Sin embargo, la televisión es la principal fuente de información de la mayoría de la población, todavía en estas épocas de Internet. La responsabilidad social y cultural no asumida de los grandes medios monopólicos de comunicación, ha tenido sus graves consecuencias y se refleja en la escasez de nuevos contenidos. La reforma anunciada hoy debería, si ingresan actores más conscientes al sector televisivo, contribuir a darle a la población mejores opciones, más propuestas, dejar de repetir una y otra vez el guion que les funcionó. Eso cabe esperar, para que las telenovelas como las conocimos puedan ser algún día parte de nuestro pasado y no sigan siendo perpetuamente el presente de tantos millones de televidentes.

domingo, enero 13, 2013

Bibliotecas sin fin

Siempre he tenido el remordimiento de no leer lo suficiente. Tal vez empezó cuando estaba en sexto año de primaria y el maestro Carlos le dijo a mis compañeros de clase que yo tenía buena ortografía porque leía mucho. - ¿Verdad, Rafa? Y no me atreví a decirle que no leía tanto, me pareció más adecuado responder que sí, que leía mucho. Desde pequeño la "lógica de lo apropiado" ha sido uno de los criterios que más pesan para guiar mi conducta, para bien o para mal. Pero en el fondo no creía que era cierto, no leía tanto. En efecto, cuando a principios de año nos entregaban los libros de texto gratuito me encantaban dos cosas: el momento de forrarlos, lo cual era una obligación, por el aroma del plástico nuevo y también empezar de inmediato con el libro de "Español Lecturas", que terminaba en la primera semana. Los demás los iba leyendo conforme pasaban las lecciones, pero el libro de Español Lecturas, con adaptaciones de Armida De la Vara me encantaba. Lo leía varias veces. Pero lo cierto era que no leía tanto, lo cual comprobé cuando después de salir de Huásabas conocí a compañeros que en su infancia habían leído mucho más que yo, autores que ni en las adaptaciones de Armida de la Vara habrían aparecido.

Los libros no tenían ni remotamente la centralidad en mi casa. La tenían otras cosas: el trabajo, la religión, la comunidad y la política. La vida giraba en buena parte en torno a esos temas y los libros que aparecían, además de los escolares, tenían también que ver con eso. Con algunas excepciones: teníamos una enciclopedia infantil que se llamaba El quillet de los niños, nos la había regalado mi tía Olga. El quillet era en varios tomos, aunque nos faltaba uno que siempre añoré imaginando qué temas tocaría; las ilustraciones, aunque ya parecían de otra época, me resultaban muy divertidas, así como muchas de las palabras que usaba porque no era una edición mexicana. También recuerdo que mi tío José me regaló Platero y yo, el cual leí con delicia y no olvido que me lo dedicó diciéndome que la lectura era el único vicio que teníamos permitido. Atesoro esas palabras, pero también recuerdo que me causaban culpa: sentía que asumían que yo leía mucho. Pero yo no leía tanto.

Cuando estaba un poco más grande, una tarde de verano llegó a casa un señor que vendía enciclopedias. Estuvo sentado con mis papás explicándoles todos los temas que contenía la enciclopedia en sus, si no mal recuerdo, trece tomos. Era de Océano, forrada en una pasta dura y completamente a color en un papel que para ese entonces parecía lo más fabuloso que había producido la tecnología. Era un papel brillante y las fotos se veían hermosas. Recuerdo que cuando dijo el precio, di por hecho que por más que me hubiera ilusionado la idea, aquella enciclopedia de hermosos colores y elegante pasta dura en rojo y dorado no estaría nunca en los anaqueles de los Barceló Durazo. Costaba una pequeña fortuna, para las nociones que en aquel entonces yo tenía del dinero. Pero para mi deleite me equivoqué: la enciclopedia Océano todavía adorna los anaqueles, ahora de mi cuarto desierto en Hermosillo. La idea de comprar una enciclopedia, sobre todo pagar mucho por ella, debe de parecer ahora una cosa prehistórica para las nuevas generaciones. Antes era un gran momento para una familia e implicaba ventajas como no tener que ir a la biblioteca a consultar algún tema para hacer una tarea. Nada de eso parece tener sentido ahora que existe la Wikipedia, pero hubo un tiempo en el que no había ni Wikipedia ni Internet, sólo esos vetustos libros con olor a papel y a tinta. Sólo la Espasa Calpe, o la Brittanica, o la Hispánica, o el diccionario Larousse ilustrado, (que también teníamos en casa) o la muy modesta pero de hermosas fotos enciclopedia Océano, que parecían contener todo el conocimiento que había en el universo. Tanto conocimiento en tantos tomos que me hacían sentir culpa de todo lo que no había leído, de todo lo que me faltaba por aprender.

Por si fuera poco,  estaba la biblioteca Juan Netwig de Huásabas, con su apartado de literatura infantil y  cuatro mesitas para niños. Leí buena parte de la modesta colección, pero nunca parecía acabarse. Quisiera volver y revisar las tarjetas de préstamos en las que aparecía mi nombre, junto con el de uno o dos niños que en otro momento los habían sacado en préstamo, para recordar el alivio que sentía cuando los devolvía y le colocaban la tarjeta de préstamos con mi nombre. Quería sentir que ya casi había todo lo que había por leer, pero nunca lo lograba, siempre había más y eso que no estamos hablando de la biblioteca de Alejandría, sino una rural en la sierra de Sonora.

Cuando empecé la universidad y luego la maestría, las lecturas obligatorias eran tantas que nunca llegaba a leer las recomendadas. La lectura por placer prácticamente desapareció para mí en esas épocas y lo único que me quedaba era la desazón de saber que estaba dejando de leer un montón de cosas interesantes, por leer mis textos de clase. La vida post-académica me devolvió la posibilidad de leer por gusto, además de la comodidad del salario que me permitía comprar libros. Pero había otras muchas distracciones: el cine, los amigos, la vida social que tanto disfruto. Además, luego vino la preparación para el concurso diplomático: una lista interminable de libros interminables que me dejaban también con la sensación de no estar preparado, todo menos listo para presentarme a exámenes que parecían interminables también. Ahora tengo otra vez la opción de leer por gusto y lo hago, pero no lo suficiente.  A la hora del almuerzo, siempre llevo un libro que acompaño con café, o el café lo acompaño con un libro, no sé. Se acaba la hora del almuerzo y debo volver a leer noticias que nunca terminan, cuya importancia suele ser, en último término, bastante nimia. Luego leo por las noches, entre mensajes de Whatsapp, de Skype o de correos electrónicos que no puedo dejar de revisar de inmediato, aunque me separen de las páginas del libro en turno, como si este último fuera el amigo prescindible que siempre te terminará aceptando a pesar de tu desdén.

No desaparece todavía la misma sensación de cuando el maestro Carlos me dijo - Tú lees mucho, ¿verdad, Rafa? Y yo dije sí, aunque sentía que no era cierto y sentí una culpa simultánea a la frustración, mientras pensaba que no, que no leo mucho, que debería hacerlo pero que no lo hago.




jueves, enero 10, 2013

De comienzos de año

Se puede decir de alguien con cierto orgullo que es una persona "adelantada a su tiempo"; sin embargo, más orgullo debería causar ser una persona que vive de acuerdo a su tiempo. Sobre todo cuando hay eras tan desapegadas de la normalidad, como la que nos toca. ¿Qué haríamos con un mundo lleno de inadaptados temporales, si el único tiempo que en realidad existe es el presente? El pasado ya se nos escurrió inevitablemente de las manos y el futuro, a ciencia cierta, nadie nos lo asegura. Por esta razón y otras aún más frívolas, yo he decidido ser un hombre muy de mi tiempo. A ver: tengo un smartphone (más smart que yo, incluso, para no desentonar), la mayor parte de lo que como es comida "fusión" (la posmodernidad hasta me la llevo a la boca), socializo más por medio de  "redes sociales" que por métodos socialmente ex convencionales. En fin, que por falta de coherencia temporal sería muy injusto criticarme (excepto por seguir leyendo libros en papel, pero también tengo mis límites).

Por esta razón, en esta ocasión quiero ser un hombre de mi tiempo y con tiempo me refiero a enero, ser un hombre de enero. La gente en esta época se dedica con fervor a un solo propósito: a proponérselos... los propósitos. Es una verdad universal que no requiere comprobación, o si usted siente que la necesita únicamente debe ir en enero a un gimnasio e intentar ganarle la máquina a una horda de gente que trae las fiestas decembrinas pegadas en los tejidos adiposos. Vuelva usted en marzo al mismo gimnasio y la horda habrá desaparecido, junto con sus propósitos, y lo único que quedará serán las fiestas en los tejidos adiposos. El eterno propósito de las dietas y me voy a inscribir al gimnasio es, tal vez, el más claro de los ejemplos. También el más efímero.

Como soy un hombre de enero yo también tengo que proponerme algunas cosas para hacer (u omitir) en 2013; sobre todo aprovechando que no se acabó el mundo, o tal vez sí pero como no nos hemos dado cuenta podemos hacer como que no. Voy a publicarlos no porque crea que a los demás les importe, sino para tratar de sentirme obligado por una autoimposición que nadie me ha pedido. Más o menos la misma idea que tienen los edictos, pero sin autoridad real o judicial. Haré pocos propósitos, eso sí, porque como buen hombre de mi tiempo rehuyo a los compromisos.

Va la lista, pues, y si así no lo hiciere que la blogósfera me lo demande:

1. Hacer trabajo comunitario, tratar de devolver una parte de lo mucho que he recibido.

2. Reciclar la basura o, para que se oiga bonito, limpiar mi huella.

3. Leer más. Libros de papel.

4. Hablar bien de la gente... aunque no se lo merezcan. Ya empecé mal.

5. Comer frutas.

Releyendo esta lista, noto que, además de ser hombre de mi tiempo, soy un tipo de propósitos modestos.

sábado, diciembre 22, 2012

De otros fines de año

Aquella vez tomé un camino que no había tomado antes. De hecho, nunca había ido a Cananea aunque sentía que sí, porque desde pequeño había escuchado "La cárcel de Cananea" (que, según la canción, está situada en una mesa) y el nombre de la ciudad estaba en mis libros de Historia, en los capítulos que explicaban cómo había iniciado la Revolución Mexicana. Era raro encontrar en los libros de Historia referencias sobre Sonora, ajeno como estuvo mi estado al devenir de lo que pasaba en el resto de México. Cananea tenía, entonces, un lugar especial en mi vida pues era lo que parecía ligar el destino de Sonora con la historia del país.

Hacía frío, era invierno en la sierra de Sonora como era normal a finales de diciembre. No había tomado nunca una parte de ese camino y sí muchas veces la otra. Desde Huásabas hay que llegar a Mazocahui y al topar en ese pequeño pueblo si tomas a la izquierda llegas a Hermosillo y si lo haces a la derecha, rumbo al norte, pasas por todos los pueblos de la ribera del río Sonora. Mazocahui significa en lengua ópata algo así como 'cerro del venado', pero el cerro que hay ahí sólo un borracho en desvaríos podría verle forma de venado. Para mí Mazocahui había sido desde mi muy temprana infancia, una etapa en la ruta hacia Hermosillo donde nos bajábamos del carro a alguna desprovista tienda a comprar sodas y comida chatarra diversa o chiltepines, que parece ser el principal producto del lugar. Un lugar que me recordaba las náuseas que provoca una carretera tan plagada de curvas como la que va de Huásabas a la capital. Pero esa vez era algo más importante, ahí necesitaba empezar a improvisar, solo como iba, hasta llegar a Cananea. No parecía ser algo muy fácil, tampoco muy difícil.

Eran tiempos en los que casi nada me daba miedo, disfrutaba mucho la espontaneidad. De Huásabas me fui a la carretera a pedir "aventón" a Moctezuma. Ahí tomé un autobús a Mazocahui, donde como les decía, no estaba muy orientado (aunque sabía que yo venía del oriente y tenía que tomar al norte). Pregunté en una llantera a qué horas pasaría el siguiente camión que me llevara por la ruta del río Sonora, me dijeron que faltaban muchas horas. El río Sonora para los que no lo sepan, no es tanto un río cuanto un arroyo, corre normalmente con un hilo de agua que a veces se pierde en los arenales y vuelve a salir, siempre como un hilo, río abajo. Pero aún así fue el pretexto para que en su ribera se establecieran numerosos pueblos de nombres bonitos, antiguos caseríos ópatas, misiones jesuitas y luego pueblos de españoles que ya para entonces eran casi mexicanos (aunque no lo supieran): Baviácora, Aconchi, Huépac, Banámichi, San Felipe.

Como la paciencia nunca ha sido una de mis características definitorias, empecé a buscar nuevamente aventón hasta el siguiente pueblo,  esperando que fuera algo un poco más divertido que Mazocahui donde el sonido del silencio era escandaloso. Así fue, una familia muy simpática muy pronto me subió a su carro y además de platicarle sobre mis planes para pasar año nuevo, les pedí su retroalimentación sobre la mejor manera de ir a Cananea. Si bien no lo tenían muy claro, su plática me orientó un poco sobre lo que debía hacer: en Baviácora debía esperar frente a la plaza el camión para ir a Arizpe. Baviácora ya tenía esa estructura de pueblo de la sierra de Sonora a la que estaba acostumbrado, que si bien no es ni remotamente carnavalesca o festiva, tiene su sobrio y escondido encanto. Caminé por las calles sin rumbo (como me gusta caminar) hasta que se hizo hora de que pasara el autobús a Arizpe, desde donde no tenía ni idea cómo iba a llegar a Cananea. Pero de eso se trataba en buena parte el viaje, luchar contra los elementos sin la menor planeación hasta llegar al destino.

Arizpe fue la capital de Sonora en tiempos inmemoriales. No que fuera ninguna capital imperial, pero sí conservaba la huella de haber sido la sede de los poderes, al menos. Desde ahí salió la expedición que llevó a la fundación de la ahora célebre ciudad de San Francisco, en la Alta California. Ahí tuve más tiempo de caminar y perderme por calles que recuerdo solitarias, asoleadas y ventosas, con frecuentes caserones de adobe que habían tenido buenas épocas y que aún las conservaban. La plaza principal de Arizpe tenía de original una torre de ladrillos con un reloj que tal vez no daba bien la hora, pero que era bastante lucidora. También llamaba la atención un conjunto de altísimas palmas que adornaban la plaza, cosa poco frecuente en la sierra. Un par de preguntas a los locales y me dijeron la hora en que un camión me llevaba hasta Cananea. Había que estar temprano porque esas fechas mucha gente viaja y no vendían boletos por anticipado (no es costumbre en los pueblos de Sonora, o no lo era entonces, al menos).

Llegué a Cananea, casi a la hora del atardecer. Había nevado hacía un par de días por lo que los cerros que circundan a la ciudad minera seguían recubiertos de blanco, había en las calles algunos pedazos de hielo y un viento frío que todo lo atravesaba me provocó una agradable sensación de desamparo. Sensación motivada sobre todo porque hasta ahí caí en cuenta de que ni siquiera llevaba el teléfono de Carlos, el amigo que nos había convocado. No eran tiempos en los que el celular fuera moneda corriente y, por lo menos yo, no tenía uno. Recordaba que su mamá trabajaba en una mueblería y recordaba el nombre. Pregunté por ella y una vez que caminé unas veinte cuadras llegué. La mamá ya no trabajaba ahí, pero pude conseguir el teléfono de Carlos. Llamé de un teléfono público (la gente usaba teléfonos públicos back then, ¡denunciable!). Al frío que calaba los huesos mientras esperaba a mi amigo, pude restar la sensación de desamparo: ya tenía con quién y dónde pasar el año nuevo.

Al día siguiente llegaron otros dos amigos: Ceci y Roberto. El grupo estaba completo, pudimos ir a ver la cárcel de Cananea viva y verdadera, aunque no pude ver por qué estaba situada en una mesa, mi geometría espacial no es tan buena, además de que todo Cananea es un subir y bajar todo el tiempo. Fuimos de paseo a un arroyo precioso, a un bosque de magníficos alisos que estaban botando sus últimas hojas, como corresponde a la temporada. Las demás anécdotas corresponden a sus usuarios. Extraño tener mucho frío, también viajar sin planes, sin la preocupación de demorarme, sin vergüenza de pedir un aventón a desconocidos. Tan desprendido de todo que no hace falta ni un número de teléfono para encontrar lo que voy a hacer, sabiendo que cuando todo ocurra, lo que sea que ocurra, valdrá la pena.

miércoles, octubre 17, 2012

XX Aniversario

Cuando uno empieza a recordar cosas que pasaron hace décadas, es hora de largar el llanto y asumir con la debida dignidad que ya no es uno un chamaco, un mozuelo. El proceso de madurez que tan inevitablemente empieza a notarse en el cuerpo, no siempre hace la misma mella en la mente. A mí me ha pasado de noche el tema de la edad, pero al enterarme hoy de que la escuela Secundaria donde estudié cumplirá 20 años de existencia, durante unos instantes no lo pude creer.

Resulta que esos 20 años coinciden con mi ingreso a la Secundaria, porque fui parte de su primera generacion. Tenía yo 11 añitos en aquella época pero por haber terminado la Primaria me sentía una cosa muy adulta. Corrían los tiempos en los que era Gobernador de Sonora el Lic. Manlio Fabio Beltrones, podríamos decir una "celebridad" de la política mexicana actual. Llegó a la sierra sonorense rauda y veloz la noticia de que en Huásabas, finalmente y en justicia, se abriría una escuela Secundaria sostenida por el Estado. Habían pasado ya varias generaciones en que la Secundaria y la Preparatoria (esta última era una sola para Huásabas y el municipio vecino de Granados) eran sostenidas financieramente por la comunidad y los padres de familia.

Al más puro estilo del "priísmo" dominante que vivía el país todavía en 1992, se organizó un evento para agradecer al Gobernador la deferencia. Realmente, no había nada que agradecer, el Estado finalmente cumplía con una de sus obligaciones básicas y constitucionales: dar acceso a la educación media superior que, vaya usté a creer, debe ser gratuita y obligatoria. Aunque la meritoria y admirable acción comunitaria había suplido esa deficiencia para que los jóvenes tuvieran educación, la falla estatal era flagrante (como lo siguió siendo durante mucho tiempo en áreas rurales y urbanas del país). Por alguna razón que desconozco -pero que intuyo tenía que ver con mi extrovertida manía de hablar en público sin mayor complejo-, me designaron a mí para dar el discurso de agradecimiento al Gobernador Beltrones. Digo que la razón fue rara, porque por más extrovertido que yo fuera a mis once años, no dejaba de ser el hijo de uno de los más conocidos opositores al sistema priísta en esa región de Sonora. Un militante del Partido Acción Nacional (oposición), que en aquellos tiempos y en Huásabas era casi tan grave como no ser católico. Además, me dejaron ser yo quien compusiera el discurso y no fui objeto de ninguna censura, excepto la que yo mismo me impuse, porque tampoco se trataba de hacer pasar un mal rato a nadie en tan gozosa ocasión.

Durante el discurso agradecí, por supuesto, el gesto gubernamental y, ya que andábamos en ésas, le pedí al distinguido Manlio Fabio algunas cositas que quedaban pendientes como, pequeño detalle, el edificio donde se iba a alojar la Secundaria. Por año y medio debió ser de turno vespertino porque usaba las instalaciones de la escuela Primaria. Recuerdo que en su respuesta, el Gobernador se refirió a mí como "amigo Rafael", aunque debo aclarar que no he frecuentado lo que debería su "amistad" (énfasis añadido en las comillas). Entre otras palabras que no recuerdo, porque seguramente eran paja, nos pidió a los alumnos que cobráramos el impuesto predial municipal que estaba pendiente y que todos esos recursos serían directamente para la Secundaria.

Yo no había crecido a la estatura que tengo ahora, ni me había engrosado la voz. Era más bien un chiquillo un tanto pálido en aras de ponerse horrible por causa de la pubertad. Pero si algo me caracterizaba en ese tiempo era ser muy decidido. Puesto que el Gobernador nos había dado tan alta función, había que cumplirla. Y así lo hicimos otra compañera y yo: fuimos al Ayuntamiento y pedimos la lista de los deudores del impuesto predial. De un cajón empolvado salieron cientos de planillas con el nombre del deudor y el monto. Nos dirigimos a las casas de todos ellos (en Huásabas es muy fácil dar con las direcciones: domicilio conocido que le llaman). Resultado de la misión: cero pesos, con cero centavos recaudados. Apenas puedo creer ahora que me tragara ese cuento y que nadie se diera cuenta de que estaba mal, muy mal, que nos pidieran hacer eso. Por un lado, recaudar impuestos es una función del Gobierno, no de los ciudadanos (sin contar con que me faltaban, en ese entonces, siete años para convertirme en ciudadano de la República); a los ciudadanos lo que les toca es pagarlos. Por otra lado, el Jefe del Ejecutivo del estado no tenía nada qué hacer disponiendo de cómo se gastarían los recursos de un Gobierno municipal. Pero, claro, en los tiempos del priísmo dominante, que se nos olvidan fácilmente como fueron, invadir funciones entre niveles de Gobierno sería peccata minuta. Finalmente, volvemos a lo ya discutido, había una obligación gubernamental que no se estaba cumpliendo y se volvía a dejar en manos de la acción comunitaria.

Tal vez la diatriba que acabo de echarme dé la impresión de que la situación me fue enojosa. En realidad, la disfruté mucho y sólo ahora retrospectivamente caigo en cuenta de sus muchos defectos conceptuales. No cobramos un centavo y seguramente nos ganamos las risas de los contribuyentes morosos del impuesto predial que vieron a un par de imberbes cobrarles impuestos, experimentando sentimientos que irían de la incredulidad a la ternura.

Hace 20 años ya que pasó aquello. Con el tiempo pasaron varias cosas: yo crecí a una estatura que me permitiría cobrar impuestos sin dar lástima; me engrosó la voz, de manera que ahora tal vez sea más convincente en esa misma labor tributaria; mucho tiempo después me salió barba, aunque sigue dispareja. La Secundaria Técnica No. 7 construyó unas instalaciones muy bonitas, donde todavía la primera generación de estudiantes pudimos pasar la segunda mitad de los tres años que duró. Ha tenido unos resultados excelentes en la prueba Enlace que evalúa la calidad educativa, quedando en la mejor categoría disponible. Por sus aulas ya pasaron cuatro de mis sobrinos y cientos de alumnos que no son mis sobrinos. Manlio Fabio Beltrones ahora es Coordinador de los Diputados de la fracción que va a ser la oficialista y casi mayoritaria, luego de 12 años de que el PRI, su partido, fue opositor en el Gobierno de la República. No me ha vuelto a decir "amigo" (aunque no pierdo la esperanza). Sólo me lo he vuelto a topar en una ocasión: estaba justo en el asiento de atrás del mío en la Plaza de Toros de Ciudad de México...

Dos décadas pasaron ya desde aquello.